lunes, 12 de julio de 2010

Testimonio de José Emilio Burucúa, docente FFyL

Recuerdo de Claudio Adur

Conocí a Claudio en agosto de 1972, cuando fue alumno de la comisión de trabajos prácticos que tenía a mi cargo en la cátedra de historia del arte del Renacimiento dictada por el profesor Adolfo Ribera. Desde la primera clase, el joven Adur demostró tener una inteligencia, una cultura y una sensibilidad fuera de lo común. Había leido casi toda la bibliografía antes de comenzar el curso y sus preguntas solían plantearme los mayores desafíos que yo hubiera conocido de boca de un estudiante. Un día, no recuerdo cómo, fuimos a parar al concepto de “espacio-baldaquino”, acuñado por Hans Sedlmayr para dar cuenta de la forma estructural y significativa más importante de la arquitectura bizantina. Planteé mis perplejidades al respecto y declaré no haber comprobado nunca la existencia real de aquella idea. Claudio había resuelto el problema en un sitio tan apartado de Bizancio y aledaños como Buenos Aires, pues me dijo: “Andá a la iglesia de San Jorge en la calle Canning, te encontrarás sin duda con el espacio-baldaquino”. Lo hice y conservo en la memoria la sensación de deleite que tuve al comprobar que los productos de la mente pueden acomodarse y explicar muy bien los objetos concretos en el mundo del arte. Asociaré siempre la remota comprobación de que veritas est adequatio intellectus et rei, también en nuestra disciplina, con la indicación certera de Claudio Adur.

Debo aclarar que me separaban de Claudio las opiniones políticas. Él era un militante de Juventud Universitaria Peronista, la figura más descollante de ese movimiento en la carrera de historia de las artes en la Facultad, y yo, como siempre, revistaba en las filas opuestas al peronismo. La JUP delegó en Claudio la proclama de sus intenciones respecto del estudio de las artes en la universidad, en la primera asamblea estudiantil-docente que se celebró dos o tres días después de que Cámpora asumiera el gobierno, a finales de mayo de 1973. Claudio estuvo duro y, en un momento, pareció desbocarse (digo “desbocarse” en relación con nuestros estándares de aquellos tiempos; hoy hubiera parecido un educadísimo diputado laborista de la oposición de Su Majestad). Tal vez, el muchacho exageró un poco, pues afirmó que quien no estuviera de acuerdo con el respaldo de los 6 millones de votos para realizar los cambios necesarios en la carrera de artes de la Facultad, debía irse del país. Me temo que ni entonces ni ahora se dirimen cuestiones tan graves en el marco de nuestra disciplina como para que alguien necesite abandonar por ello el terruño. De todas maneras, recuerdo el episodio más por lo que siguió que por lo que verdaderamente aconteció en un principio. Es posible que Claudio advirtiese el golpe que sus dichos habían propinado a muchos de los asistentes a la asamblea, yo entre ellos. Lo cierto es que, en mi caso, recibí una llamada telefónica de Claudio a casa y un delicadísimo pedido de disculpas por “los exabruptos verbales de un militante” (sic). El chico Adur demostraba ser un hombre sólido, bien educado, gentil, poseer otras cualidades más importantes que las de la inteligencia y la devoción por el estudio que yo le conocía desde un tiempo atrás. Fue una dicha verdadera conocerlo y apreciarlo en todas sus facetas.

Una tarde de abril de 1975, me topé con Claudio en la calle Esmeralda. Estaba pálido y más delgado que de costumbre. Me contó que, tras la intervención de Ivanissevich y Ottalagano, habían arrestado a varios militantes de la JUP, él mismo entre ellos. La policía los había aislado, desnudado y obligado a ponerse la ropa sobre la cabeza. Así los tuvieron horas incontables, mientras los observaban a través de las mirillas de las celdas. Claudio soportó esa tortura sutil hasta que alguien abrió la puerta, le ordenó vestirse y lo dejó irse en el fresco de la noche. No atiné a decir más que palabras de compromiso, quedé helado frente a lo sucedido y, más aún, frente a lo que vislumbraba en el futuro. La segunda vez que la policía o quien sea detuvo a Claudio, el muchacho fino, lleno de saber y de bonhomía algo tímida, no fue empujado a salir a ninguna noche, ni siquiera a ninguna intemperie, de las que podemos conocer en este mundo.

José Emilio Burucúa

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