jueves, 15 de julio de 2010

Testimonio de Enrique Lynch

Conocí a Claudio Adur en el Colegio Nacional de Buenos Aires, cuando ambos éramos --él unos años menor que yo-- dos adolescentes inquietos, como muchos de los que estudiamos allí durante los años sesenta. Pero en realidad lo traté en los años posteriores a su salida del Colegio, cuando él estudiaba Historia del Arte en compañía de la que entonces era mi mujer, Estela Ocampo. Conocí también a su compañera Bibiana y recuerdo haber asistido a la boda de ambos en la casa de los Adur en Colegiales. Una fiesta espléndida en la que se habían desplegado alfombras por toda la casa para acomodar a los invitados y repartido grandes fuentes cargadas de delicias libanesas cocinadas por las mujeres de la familia. A Claudio lo llamaban "El Turco", apodo que él recibía con el ceño fruncido porque estaba muy orgulloso de su ascendencia libanesa.

Lo recuerdo como un chico delicado y sensible, demasiado delicado como para imaginarlo en la dura tarea del militante revolucionario en la que se embarcó hacia 1973, primero en la JUP de Filosofía y Letras y más tarde, hasta donde yo supe, en la JP. Sus ideas, como las de muchos jóvenes que se incorporaron de forma un tanto irreflexiva a la acción directa después del retorno de Perón, se fueron radicalizando en línea con las acciones espectaculares de la guerrilla argentina y desembocaron a comienzos de 1976 en la confrontación abierta con las Fuerzas Armadas. Recuerdo a Claudio desfilando marcialmente con sus compañeros delante de Gaspar Campos y recuerdo también una agria conversación, meses antes de que Estela y yo partiéramos al exilio, en la que el Turco defendía de forma intransigente y acalorada el enfrentamiento directo con el Ejército. Yo escuchaba sus opiniones radicales con escepticismo, tanto por lo que tocaba a la soberbia estratégica de Montoneros --ningún ejército clandestino consiguió sus objetivos en ninguna época-- como por lo que se refería a Claudio y Bibiana: él debía tener entonces 24 años y ella era una mujer muy menuda, lo más alejado que uno pudiera imaginar de una guerrillera.

Más verosímil que como militante me resulta la imagen del Turco enseñando historia del arte en el Centro de Estudios e Investigaciones Artísticas que él y Estela fundaron en 1975 en un pequeño local del centro de Buenos Aires. Allí hicieron sus primeras experiencias como enseñantes y dieron continuidad a su formación académica con un empeño y un entusiasmo por el arte y la cultura que resulta difícil encontrar en nuestros días.

La última noticia que tuvimos de Claudio fue una carta suya que recibimos en Barcelona (¿en octubre de 1976?) en la que nos reprochaba nuestro exilio por exagerado e improcedente: Claudio se equivocó pero, a la luz de su terrible destino, cuánto más me hubiese gustado haber sido yo el equivocado.

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